Ana, la poeta blanca de la África contemporánea
Esta es la historia de una persona valiente que desde niña tenía por costumbre enganchar a la justicia por la garganta, y una vez arrinconada preguntarle el porqué de las cosas. Quizás fue esa la causa, tan deportiva e irracional, por la que Ana comenzó a soñar con estar cerca de África.
El mundo complica siempre las cosas y pese al escepticismo de los inviernos, un verano Ana – con tan sólo 17 años- consiguió viajar de una zancada a Tanzania; necesitaba seguir la huella de esa tierra y esa piel que tanto le inquietaba sin ni siquiera conocer.
Ella se fue armada con una cámara de fotos y una mochila repleta de esperanzas. Allí aprendió a volar bajo tierra, y bucear entre nubes. Se le voló la cabeza, porque todo en África lo sintió como una bruma delgada universal, capaz de alterar el tiempo y lo que llamaban justicia.
Estuvo conviviendo un mes con las niñas y niños de un orfanato, reflejándose en su amor e inteligencia, absorbiendo la vida accidental, entre sílabas de vergüenza y crueldad, sobreviviendo a lo perplejo y enfurecido.
Se obsesionó con la pureza de esas niñas, con el brillo de sus ojos y su dulzura y bondad al entregar todo lo que eran, al poder sentirse atravesada por todo lo que nunca serían.
Lagrimas y sonrisas brotaban de la misma tierra roja y Ana se sintió entre arenas movedizas.
La misma chica valiente que interrogaba a la justicia de niña, se sentó en la arena y le preguntó al mar las diferencias entre una orilla y la otra, y al no obtener respuesta, sacó un lápiz y un papel y comenzó a escribir poemas con cientos de preguntas y una sola promesa: debía regresar para transformar.
Cuando volvió a España, Ana ya no era Ana. Ana era Frida, Doratha, Agness, Abdul, Stevini, Godfrey, se transformó en la escalofriante belleza de la multiplicidad de millones de personas.
Volvió desnuda y vacía porque a su regreso, el mundo le cabía dentro.
Una vez en Madrid, Ana reunió a la gente que más amaba y admiraba y les pidió ayuda para tejer una red muy especial. Necesitaba un traje de resistencia para cambiar una falsa realidad, desbaratar el escenario que occidente se empeñaba en condenar como trágico, hambriento y dependiente. Ana pidió voces para gritar, había escuchado la verdad de África y ahora quería cantarla.
Ella no sólo quiere que África coma, quiere liberarla para que sonría, sienta placer y se defienda, para que se críe a sí misma, porque África es una mujer, y su fuerza lleva tantos siglos silenciada por la voz de los otros, que su dolor y poder permanece más poderoso que todo el del resto de los continentes juntos.
Ahora Ana tiene 18 años, y es una emprendedora social, la poeta blanca de la África contemporánea, y como todas las poetas, se encargará de despertarnos, incomodarnos y desgarrarnos.
El sinsentido del mundo, del que formamos parte, se empeña en permanecer a toda costa.
Escuchar, leer o seguir a Ana, es ponerse mágicamente del revés, es alcanzar el cuerpo vivo de África y de todas las personas del planeta que transitan en los márgenes.
No permitamos que el ruido de esta orilla desvíe nuestra conciencia. Faltan personas que inspiren así, falta aire y espacio para recordarnos como la economía nos ha hecho olvidar nuestra propia humanidad.
Es agradable pensar que la existencia digna de las otras personas tiene sentido en todas sus formas, y que quizás nuestra propia vida, sólo pueda recuperar su rumbo y sentido al cruzarse con ellas.